¿Sabías que hay cosas del Tai Chi que solo se enseñan después de atravesar una puerta invisible?
Y no, no estoy hablando de una técnica oculta o un movimiento especial…
Estoy hablando de algo más profundo: una iniciación que transforma cómo te relacionas con tu práctica… y con la vida.
¿Te suena exagerado? Espera, que esto va más allá de lo físico.
En Tai Chi, “atravesar la puerta” no es una metáfora cualquiera…
Según el Canto de las Trece Tácticas, un clásico del Tai Chi, para realmente avanzar en el camino, no basta con copiar movimientos.
Tienes que ser guiado.
Tienes que estar listo.
Tienes que cruzar la puerta.
En las escuelas tradicionales, eso significaba entrar en una ceremonia con tu maestro. Aceptar las reglas. Demostrar tu compromiso. Dejar de ser alguien que “solo entrena” y convertirte en un discípulo real, una “persona de la puerta”.
Y ahí es donde empiezan a enseñarte lo que no se ve.
Lo que no se publica.
Lo que solo se transmite de corazón a corazón.
¿Y si el Tai Chi te estuviera hablando también de la vida?
Porque todos tenemos una puerta que no nos animamos a cruzar.
Quizás la tuya no está en un templo en la Montaña Wudang.
Tal vez está en esa conversación que no tuviste.
En ese “sí” que no te atreves a dar.
En esa parte de ti que pide algo más profundo, más real, más tuyo.
Y justo ahí… está la verdadera práctica.
¿Cómo se atraviesa una puerta invisible?
1. Reconociendo que hay algo más allá.
¿Sientes que has llegado a un límite en lo que haces? Eso es una señal.
2. Comprometiéndote con algo mayor que tú.
En el Tai Chi, eso es el arte, el linaje, el maestro. En tu vida puede ser tu propósito, tu evolución, tu camino.
3. Aceptando la guía y rindiéndote a aprender.
Soltar el ego, abrirte, dejar de “saberlo todo”.
4. Mostrándote con constancia.
En el Tai Chi tradicional, se esperaban meses (¡hasta un año!) antes de aceptar a alguien como discípulo.
¿Estás dispuesto a esperar lo suficiente para recibir lo que realmente importa?
Mi experiencia (y lo que me cambió para siempre)
Yo crucé esa puerta en una escuela en China, frente a una estatua de Zhang Sanfeng. Me incliné. Acepté las reglas. Y comencé a entender lo que antes solo imitaba.
Mi maestro, Sifu Cheng Tin-hung, no aprendió en clases formales. Fue entrenado en una azotea, entre cigarrillos, charlas espontáneas y silencios que decían más que las palabras.
Y lo que más aprendí de él no fue una forma…
Fue una forma de estar.


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